Amores que dan vida

El Juego de las lágrimas

  • Alicia Mariona

En nuestro presente, tan sacudido por la violencia y la intolerancia, parece muy pertinente recordar “El Juego de las lágrimas”, un trabajo de Neil Jordan que conocimos hace ya más de veinte años y que, sin embargo, está muy lejos de perder actualidad. Entendemos que se hace patente día a día nuestro malestar dentro de la cultura que hemos sabido conseguir y que permanentemente trabajamos para derrumbar. Las propuestas pragmáticas sobran y fracasan, para dejar abierto el camino a nuevas ofertas de discriminación, de ataque o defensa, de amurallamientos y así siguiendo.

En este film, muy exitoso y premiado en su momento, se ve claramente el compromiso que asume el creador cinematográfico con cada uno de sus trabajos, que son avances en el campo de un pensamiento entretejido con lo emocional.

Aquí Neil Jordan aborda temas como el fanatismo bordeando peligrosamente el amor a un ideal, la violencia desencadenada por las diferencias entre prójimos, la libertad natural de la Naturaleza, netamente diferenciada de la libertad humana de elegir dentro del pacto de humanización.

En este caso, el relato cinematográfico logra emocionar al espectador en tanto describe el acceso a una ética humana abstracta, dentro de la que es posible reconocer en el otro a un ser a la vez tan diferente y tan semejante como es ese prójimo. Un semejante a quien se tiene la libertad de amar.

El filme relata una conmovedora historia de amor entre dos personas que al nacer fueron inscriptas como pertenecientes al mismo género, tema que en la actualidad es sólo una variante argumental, pero que en 1993, cuando se filmó El Juego de las lágrimas no era tan así. Más aún en Irlanda.

En tiempos en los que no estaba aún tan difundida y aceptada la cuestión del travestismo, Neil Jordan incluyó un equívoco acerca del género de uno de los protagonistas agregando dramatismo al desenlace de una trama que trata del amor sobre un trasfondo político y un planteo ético. Por lo tanto específicamente humano.

Neil Jordan consigue pasar en limpio, por así decir, la temática del amor tan auténtico como auténticamente comprometido. Parecería que para el autor, la legalidad del amor entre dos sujetos, sean del mismo sexo, o no, como solía decirse entonces, depende siempre de una condición sin equa non: ese otro a quien amo debe ser para mí, mi semejante. Sólo y tan sólo sucede el amor cuando ubico a ese otro en la posición de ser tal como yo soy. Esta es la naturaleza nada natural del amor humano. Ése es el secreto. El ingrediente que hace inválido todo lo natural, eso que es propio de la otra Naturaleza. La de otros animales, a la que ya no pertenecemos.

Para que la naturaleza humana, que es la que permite amar, sea libre de amar, ha de quedar de lado el modelo metaforizado en la fábula del escorpión y la rana, una historia que en la película se cuenta dos veces. Es ésta: un escorpión, insecto que no puede nadar, pide a una rana que lo cruce al otro lado del río. La rana se niega. El escorpión le clavará su aguijón, le responde y los dos morirán. El escorpión insiste. ¿Acaso es tan tonto como para buscar la muerte? Así, convence a la rana que empieza el cruce del río con el escorpión sobre su lomo. De pronto, la rana siente la picadura del aguijón y exclama: ¿Cómo es posible? ¿No era que ibas a permitir que llegara a la otra orilla? Vamos a morir los dos. ¿Por qué lo hiciste?

El escorpión responde: es que está en mi Naturaleza.

Es a esta Naturaleza a la que es menester sobreponerse para ser un ser humano. Y éste es el nudo ideológico con el que juega Jordan en este filme.

La historia comienza con el secuestro de Jodie, un soldado negro a quien seduce una muchacha rubia. Lo guía hasta un sitio donde lo secuestra un grupo de guerrilleros del IRA. El IRA se propone canjear la vida del soldado por la liberación de un prisionero, un importante jefe guerrillero. Si el canje no se acepta, Jodie será ejecutado.

En el refugio del IRA lo tratan muy duramente. La muchacha rubia es una de los más crueles y prejuiciosos guerrilleros irlandeses. El negro está permanentemente atado y encapuchado. Lo apuntan siempre con un arma y jamás hablan con él.

Fergus es uno de los guerrilleros que lo custodian. El único que se apiada y le habla, le da de beber, lo ayuda a orinar. Jodie, seguro de que morirá, le da a Fergus una foto de Dill su amada y le pide que cuando todo termine, la busque en Dublín y le diga que Jodie la ama y que no ha dejado nunca de pensar en ella.

Fergus permite que Jodie escape cuando llegan las tropas oficiales pero el negro queda en medio del tiroteo y muere acribillado. Fergus huye: es un traidor para el IRA.

Llega a Dublín y trabaja como albañil bajo una falsa identidad. Encuentra a Dill en el bar donde canta. Busca vincularse con ella y le entrega la foto con el mensaje de Jodie pero no le confiesa que él ha sido parte del grupo que lo secuestró.

El amor nace entre ellos. Dill no le dice que es travesti y Fergus ni siquiera lo sospecha. Cuando se da la posibilidad de un encuentro sexual entre los dos Fergus sufre un shock al ver el cuerpo desnudo de Dill. Se le revela una verdad que no soporta. Quiere salir huyendo. Ella se desespera y le ruega que se quede. Pensaba que él conocía su condición de travesti, le dice. Pero Fergus se la saca violentamente de encima y se va.

En esos momentos el IRA ubica el paradero de Fergus. Dill sabrá inmediatamente que es un guerrillero del IRA, que Jodie fue su prisionero y le encomendó la misión de encontrarla. Para sus ex camaradas Fergus es traidor. Quieren recuperarlo como soldado. O ejecutarlo. Deciden comprometerlo obligándolo a matar a un funcionario del gobierno. De ese modo volvería a pertenecer al IRA. No por amor a la patria, ni a una creencia religiosa, ni a una ideología. El crimen asegura la pertenencia. Sin obedecer a la ley, sino a la violencia.

Es, en verdad, un pacto de sangre al margen de la ley, más cercano a la esclavitud o a la complicidad que a la solidaridad y el amor a un ideal. Un pacto que opera al modo de la omertá siciliana. Pero Fergus, decide por sí mismo y no llega a la cita de sangre con el IRA que pone en acto el atentado.

Sabe que algún guerrillero escapará y que lo buscaran para ejecutarlo. Pasa la noche con Dill a quien ha obligado a cortar su cabello y a vestirse de varón para que los guerrilleros no la reconozcan. Él se prepara para el ataque de sus ex camaradas.
Los guerrilleros del IRA matan al funcionario elegido. La misma mujer que tendió la celada a Jodie, escapa. Busca a Fergus y a Dill para matarlos.

He aquí un nudo ético planteado en este filme. El amor a la patria, sostenido en lo discursivo y rozando la extrema crueldad, queda relegado en el caso de Fergus ante el reconocimiento del prójimo.

Fergus puede elegir, entiende. Elige entonces y así recupera una función ausente. Una concepción del amor según la ley de la humanidad, amparada por la función paterna. Esa forma del amor conduce a Fergus a facilitar la huída de un prisionero, un hombre cualquiera, tan cualquiera como él mismo, injustamente maltratado y condenado a muerte. Además, lo lleva a cumplir la misión solidaria que le encomendó ese soldado.

Los pasos de Fergus que lo acercan a Dill, indican que va a ubicarse en el lugar del padre que obedece la Ley que transmite. Lo primero: no matarás, ni siquiera en nombre de un ideal superior. Sí, defenderás a tu prójimo. Lo defenderás a costa de tu propia vida y lo defenderás hasta de sí mismo.

Por esto obliga a Dill a vestirse con ropas de varón, con la ropa del soldado negro que ella conserva. Se promete defenderla de una crueldad injusta y para eso ella debe obedecerlo y recuperar momentáneamente una identidad de género que abandonó no se sabe por cuáles razones.

El IRA no busca un joven mulato y Fergus se ha prometido proteger a Dill, un mulato que ha decidido ir por la vida vestido de mujer.

Fergus pasa la noche anterior a su definitivo abandono del IRA (o de su vida quizás) junto con Dill. Dill duerme. Fergus vela armas.

Dill viste sus ropas de muchachito y Fergus ha cortado su pelo. Fergus impone a Dill tanto como a sí mismo el cumplimiento de un deber inexcusable: el de portarse como un hombre, en el sentido original de la palabra. Fergus se promete a sí mismo ser un auténtico ser humano, en nombre de un padre abstracto. Por convicción, por sentido ético, por amor.

El ataque llega. Fergus se defiende y cae herido. Dill dispara para salvarlo y mata a la guerrillera del IRA.

Como Fergus es el dueño del arma que mató a su ex camarada del IRA, asume haberlo matado y va a parar a prisión. Faltan miles de días para cumplir la condena y así se lo dice a Dill cuando ella lo visita en la cárcel.

En la última escena Fergus vuelve a relatar la fábula de la rana y el escorpión que escuchó tiempo atrás en boca de Jodie. Lo escucha una Dill vestida con sus ropas de travesti y su cabellera a medio crecer.

La alegoría es clara. Estos dos héroes modernos atraviesan, cada uno de ellos, una conversión. Si es lícito emplear la propia libertad transformando las señales de cualquier atractivo natural propio de la Naturaleza biológica, asimismo se impone la libertad de poner coto a la natural estupidez que lleva a un orgulloso suicidio, a la destrucción natural en nombre de cualquier palabra o discurso y al natural odio del escorpión por la rana. No alcanza con sólo travestirse, como tampoco alcanza el mero disfraz de ser humano ni un documento de identidad. No alcanza con vislumbrar una causa común por la que vale la pena luchar y morir.

Lo inhumano radica en que, para defender esa causa, haya una Patria o una ideología que exija incondicionalidad. Y aplique la ley del Talión que sigue siendo tan pre humana como siempre.

Los seres humanos permanecemos a duras penas en la cultura, tal como lo dijo Freud. Muy a menudo se advierte que algo no ha llegado a estabilizarse: que falla el reconocimiento de la existencia de un otro que es tal como yo. Y que merece tal como yo. Y que está en deuda como yo.

La constitución del sujeto humano deja muy pronto de responder tan solo a la biología. En el animal humano, si llega a buen puerto como tal, nada hay ya de natural. Nada hay de natural en que los hombres deban incorporar comportamientos indispensables para completar su inserción en esa entelequia que llamamos naturaleza humana. La única naturaleza que, cuando todo va bien, nos exige discernir entre unas conductas y otras.

Y transmitir la legalidad del amor al prójimo.